Por fin, la Medalla Luis Antonio Robles Suárez vuelve a brillar con la dignidad que merece. La reciente decisión de la Asamblea Departamental de La Guajira de otorgársela al procurador general de la nación, Gregorio Eljach Pacheco, no solo honra a un jurista de trayectoria intachable, sino que también reivindica el verdadero espíritu de esta distinción: reconocer a ciudadanos ejemplares, comprometidos con la justicia, la ética pública y el fortalecimiento del Estado de Derecho. Porque no nos digamos mentiras: la medalla había sido arrastrada por el lodo de la politiquería, usada como trofeo de favores y no como símbolo de mérito. En los últimos años, su entrega parecía más una parodia que un homenaje. Se hablaba en voz baja, y a veces en voz alta, de condecoraciones a personajes con expedientes abiertos en los órganos de control y judiciales, e incluso a condenados por corrupción. ¿Cómo se atrevieron a mancillar el nombre de Luis Antonio Robles el primer afrocolombiano en el Congreso, ministro del Tesoro, defensor de la justicia y la dignidad, entregando su medalla a quienes representan lo contrario? Una vergüenza. Una afrenta a la memoria histórica.
¿Y a propósito, los actuales diputados tendrán alguna idea de quién fue Luis Antonio Robles? Hay que revisar la historia. No fue un político más. Fue un símbolo. Un hombre que, en pleno siglo XIX, rompió las cadenas del racismo estructural para convertirse en abogado, legislador, ministro, gobernador y rector universitario. Su vida fue un testimonio de superación, de fe en la educación, de compromiso con la justicia social. Su nombre no puede ser usado a la ligera. Su legado no puede ser reducido a un acto protocolario sin alma.
Por eso, el acto de reconocer a Gregorio Eljach, un hombre que ha dedicado su vida al servicio público, al derecho constitucional y a la institucionalidad democrática, no solo es un acierto. Es un acto de reparación simbólica. Es devolverle a la medalla su carácter sagrado. Es decirle a La Guajira y a Colombia que la decencia aún tiene espacio en la vida pública, que el mérito no ha sido desterrado del todo.
Y es también, en un plano más profundo, un acto espiritual. Porque cuando se honra la verdad, cuando se exalta la integridad, se honra también a Dios, que es justicia, que es luz, que es verdad. La corrupción no solo destruye instituciones: hiere el alma colectiva de un pueblo, debilita su esperanza, lo desconecta de su propósito. Pero cuando se reconoce a un hombre justo, se siembra fe. Se le dice a las nuevas generaciones que vale la pena hacer lo correcto, aunque cueste. Que la rectitud no es ingenuidad, sino fuerza moral.
En el plano cultural, esta medalla también tiene un gran peso simbólico. Luis Antonio Robles representa la raíz afrocolombiana, la lucha por la inclusión, la dignidad de los pueblos históricamente marginados. Su nombre es patrimonio de la nación. Por eso, cada vez que se entrega esta medalla, se está contando una historia: la historia de un país que puede ser mejor, más justo, más humano. Pero esa historia se desdibuja cuando se entrega a quienes han traicionado la confianza pública, a quienes han hecho de la política un negocio o una coartada.
La medalla no puede ser un premio de consolación para los amigos del poder. No puede ser una estrategia de blanqueo simbólico para quienes tienen cuentas pendientes con la justicia. No puede ser, como estuvo a punto de ser, una condecoración de cárcel. Porque si eso ocurre, no solo se deshonra a Robles: se deshonra a La Guajira, a su gente, a su historia.
Hoy, el legado de Robles respira al ver la medalla puesta en un servidor íntegro. Y con él, respira también la esperanza de que aún es posible construir una Colombia donde el mérito, la ética y el servicio prevalezcan sobre la trampa, el atajo y la impunidad. A quienes pretenden convertir esta distinción en moneda de cambio, les digo: la historia no olvida. Y el pueblo tampoco. La memoria es un río que no se detiene. Y tarde o temprano, todo lo oculto sale a la luz.
Que la medalla entregada a Gregorio Eljach sea un punto de inflexión que marque el regreso a la decencia, inspire a los jóvenes a seguir el ejemplo de Robles, y nos recuerde que la política no es una herramienta de saqueo sino un acto de amor al prójimo. Y que nunca más tengamos que gritar, con rabia y vergüenza, que la medalla Luis Antonio Robles se estaba entregando en las sombras.
Y como dijo el filósofo de La Junta: «Se las dejo ahí…” @LColmenaresR
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